martes, febrero 24


L comía una droga que lo hacía correr como jugador de fútbol americano a comerme. Si no me encontraba se comía otras cosas: palmeras, columnas grecorromanas estructurales del edificio inmenso en el que vivíamos. La comía a cada rato, le habían regalado una bolsa llena. El efecto supuestamente era otro, pero a él se le ponía la remera amarilla e intentaba derribarme a mordiscones.

Nos regalaban una docena de tapires bebés que tenían la particularidad de venir a abrazarte en cuanto te veían. Descansaban en su propio patio lleno de pasto y plantas que les preparamos. Todavía eran muy bebitos, cuando nos veían no hacían nada. Suspirábamos.

Yo me escapaba de una infección zombie localizada en el ala oeste. A pesar de recorrer corredores con habitaciones con puerta, candado y cerrojo, el mejor lugar donde se me ocurría meterme era un laberinto. Tenía una ak47 y una itaca, pero les disparaba con una glock de balines. Era como un juego. No me importaba el miedo.


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