miércoles, junio 24

Visitábamos unas ruinas templo bosque selva desierto ancestrales. Para entrar nos cobraban bastante caro aunque si eras lo suficientemente hábil y temerario había un atajo por las alturas del primer edificio que nos recibía. Nosotros pagábamos. No me alcanzaba la plata porque el precio estaba convertido de dólares y justo había subido el tipo de cambio. En la entrada había un cajero banco provincia y una dependencia de la AFIP. Sacábamos plata en ese cajero y pagábamos.

Lo curioso es que no vivía en el sueño el recorrido hasta el lugar final, la última habitación, atravesar los bosques, selvas, desiertos, subidas, bajadas, saltos dignos de lara croft, sino que lo recordaba porque ya había ido en otras ocasiones. Lo siguiente que vivía era estar llegando. Luego de horas. La sensación de estar en una realidad casi alternativa al sistema capitalista: ni un lugar donde comprar algo, por kilómetros. Una vez adentro de la reserva de ruinas y naturaleza nuestro dinero no servía de nada. Esa era parte de la experiencia. Una burbuja.

Había gente de todos los tipos. Nosotros de alguna manera éramos dueños de la habitación final, de todas las últimas habitaciones. A simple vista parecía una casa antigua de buenos aires de esas que fueron construidas hace más de 100 años. Palacios devenidos en hogar de flora y fauna. Pero los pisos de madera se mantenían casi tan bien como los del departamento de mi viejo, nunca plastificados, pero enteros. Los techos eran altísimos, sin embargo, como me imagino los templos más milenarios que existen. Las edificaciones previas parecían mesopotámicas aunque por momentos encontrábamos escaleras con barandas inglesas, sólo las barandas. De madera.

La cuestión es que cuando finálmente llegábamos al final, la última habitación, era parecidísima a la última habitación de la casa de mi padre, esa que fue nuestra habitación de pequeños, con mi hermano, y que volvió a ser mi habitación cuando era ya casi adulta, a los 20 años.

Ahí sencillamente nos conocíamos dueños y no sé por qué tardo tanto en contar lo que pasaba.

Llovía siempre tibiecito, era fantástico. Eso pasaba. Una lluvia especial, la gente iba sólo a mojarse, a olerla, a sentirla. Esa maravilla. Tibia y casi dulce, como líquido amniótico almibarado. Por eso ninguna ventana tenía vidrio. Llovía casi todo el tiempo, no en la habitación porque el techo estaba entero pero salíamos todo el tiempo por las ventanas y sobre todo junto a ellas incluso entraban haces de lluvia.

En la habitación, como era nuestra, había cajas. Recuerdos antiguos de todos nosotros que no tenía sentido guardar en ningún otro lado. Mañe estaba preocupada, había unas alimañas que la perturbaban aunque no sabíamos cuáles eran, bandalizaban sus documentos preciados, eso decía. Quería poner un sistema de trampas, adentro de las cajas. Yo estaba desconfiada. Trampas y veneno. Llenaba un cajón de verduras con un gel al que se le disolvían unas piedritas venenosas. Después las alimanias malas perecerían ahí.

Sentada en una silla luis XV Mañe me contaba. En la cabecera de la silla se posaba un inmenso caracol del tamaño de un perro pequeño. Ella lo tocaba. Yo le decía: qué asco!! es frio y baboso? y ella me decia que no, que era tibio, tibio y baboso. que era como un gato. que lo apreciaba.

Yo resolvía que poner las trampas contra alimañas raras dañaría al imponente caracol rey tibio de la habitación de las lluvias tibias. Era dificil resolver. Nunca me animaba a tocarlo.

El caracol algo sabía y se iba dando saltitos con unas patas chiquititas como de perrito de meme de los perritos que le salían a veces nada más, cuando quería ser como un gorrión y saltar.

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