martes, mayo 9

estábamos en una ciudad en una seguidilla de momentos y situaciones raras. éramos todos de agua y todos una cosa, confusa. como el humo. éramos las dos cosas. agua y humo. como sea, muy fluídos, nada de tierra. nada de fuego sin dudas. por eso apenas me sentía a mí misma.

después. de pronto. llegabas.
me despertaba en una casa junto a la montaña y pensaba qué afortunada esta persona que vive acá, tan, tan cerca de la montaña. miraba por la ventana con asombro. estaba sola. había gente pero era la gente de agua, la gente de aire, la gente de humo. personas que no sé bien quiénes son y sólo me dejaban una sensación de interacción pero anónima e irrelevante.
por eso me iba. veía a lo lejos la montaña tallada, de oro, formando un templo, inca y budista a la vez. sentía ambición de aventura.

salía de la casa y tenía sentido encontrarte. caminábamos por lugares más específicos ahora: me llevabas a un arroyo donde había una casa. la casa era tuya o de tu familia. el jardín estaba delimitado por hermosas bibliotecas que hacían las veces de cerca y de decoración a la vez. eran bibliotecas caseras, puestas en ángulos raros, forzadas a ser bibliotecas por el hecho de estar repletas de libros, pero eran fundamentalmente tranqueras finas y muy ingeniosas.

el arroyo era bajo tanto que sólo era un ancho cauce de agua que fluía pero apenas mantenía sumergidas algunas de las piedras de su lecho mientras que el resto estaban en la superficie. por ellas se podía caminar. venía bajando por un lomo apenas, y atrás del arroyo, encajonada entre la loma y la montaña verde pura riquísima, estaba la casa.

el objetivo era
a) cocinar
b) ir a ver al templo

la gente pasaba junto a la casa y en vez de cruzar el arroyo subía la loma, la gente que quería visitar el templo. una señora se quedaba anonadada ante las cercas de bibliotecas y también me decía: "wow, nunca había visto un camalote desenrollado como este" señalaba en el arroyo algas y piedras preciosas que en este mundo eran como corales, vegetales.

vos ya estabas del otro lado del arroyo me decías que cruzara pero cuando lo pisaba me hundía, bajo las piedras el lecho estaba blando. a mí no me importaba mojarme las zapatillas pero a vos sí. no querías que me las mojara. me decías que esperara donde estaba. desaparecías atrás de la casa y yo sabía que estabas buscando un par de ojotas para darme y te gritaba que yo sabía que no había ojotas en el fondo de tu casa.

no sé. aparecías riéndote y venías hacia mí. me dabas las manos y el piso no se hundía tanto. yo miraba fascinada lo firme que se había vuelto el chato arroyo y en eso de mirar entre las piedras me daba cuenta de que el agua que corría combinaba demasiado con tus ojos.

vos me decías dale y me cruzabas para preparar un montón de comida, toda fundamentalmente asada, hecha despacio porque estaba preparada con amor.




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